viernes, 10 de mayo de 2013

Andén

Todos los días era igual. 8 am, el andén del metro a reventar, siempre estaba ahí, fresca, puntual, la criatura más hermosa que sus ojos haya visto jamás. No sabía su nombre, no sabía su edad, o su destino; siempre subía al mismo vagón, siempre a la misma hora.

Y él la veía llegar, a veces de negro, con falda o vestido, a veces nerviosa o inquieta, siempre con el mismo bolso, que aunque no combinara con su atuendo, parecía encajar, era parte de su propia combinación, de su esencia. La veía desde el otro lado den andén, la veía esperar la llegada del metro totalmente distraída  metida en su mundo, sin preocuparse por los demás. Y quería formar parte de ella, conocer su mundo, ser parte de él.

Todos los días despertaba decidido a esperarla, preguntarle su nombre, verse reflejado en sus ojos. Llegaba al andén, impaciente por verla, pero al momento de su llegada se quedaba ahí, del otro lado del andén, paralizado. Siempre cobarde, siempre en la sombra. Y pasaba las noches imaginando los días a su lado, las cosas que le contaría, la manera en la que la haría reír; y lloraba, lamentándose su cobardía, odiándose por no tener el valor de cruzar el andén y preguntarle su nombre, algo tan sencillo como preguntar un nombre, como se pregunta la hora, o una dirección.

Y un día, un buen día, decidió terminar con toda esa agonía. Se puso su mejor traje, en su bolsillo derecho guardo la carta que siempre quiso entregarle, compró las flores más bonitas, llegó al andén, ella ya estaba ahí.

Ella, más hermosa que de costumbre, con su vestido amarillo simulando un rayo de sol; no usaba el bolso de costumbre, no parecía necesitarlo. Él se acercó lentamente, no había dudas en él, ella esperaba, había en sus ojos algo diferente. De pronto un hombre se acerco a ella, sus ojos brillaron y lo abrazo de manera significativa, para después besarse apasionadamente.

Él no podía creer lo que sus ojos veían, moría de rabia y celos, la había perdido, había esperado tanto tiempo y ahora era demasiado tarde. No podía con eso, no podía perderla, era demasiado, no lo soportaba.    A lo lejos el tren anunciaba su llegada, la había perdido, la había perdido, no sería de él su sonrisa, no tomaría jamás su mano, el tren llegaba al andén, cerró los ojos y dio un paso al frente.

El diario matutino publicó al día siguiente la carta del suicida del  andén:

"Sé que esto puede parecerte extraño, pero llevo meses tratando de preguntar tu nombre, de verte a lo lejos y acobardarme, sé que puede sonar ridículo o incluso enfermo, pero llevo amándote desde hace tiempo y no soporto la idea de seguir viéndote pasar sin siquiera saber tu nombre. Podrá parecerte una tontería, incluso puedes no hacer caso a estas palabras, sólo quiero saber tu nombre y la posibilidad de invitarte un café, o sólo caminar tal vez, porque siento que voy a morirme si paso un día más sin saber quién eres y sin que sepas quién soy."